Por Cesáreo Silvestre Peguero
Hay una delgada línea entre adular y reconocer…
Una línea que no todos saben caminar con decoro,
porque no se trata de palabras bonitas, sino de la intención que las sostiene.
Adular es una sombra con sonrisa.
Es elogiar por interés, por conveniencia,
con esa exageración servil que embriaga el ego del otro,
pero vacía el alma de quien lo dice.
Reconocer, en cambio, es luz compartida.
sin temor a perder brillo propio. Es un gesto sincero que nace del respeto, no del cálculo… ni del halago oportunista.
Yo, que he biografiado a tantos compañeros de oficio,
lo he hecho despojado de toda vanidad,
como quien rinde homenaje a la dignidad ajena
y también honra la suya.
No temo engrandecer a otros.
No creo que reconocer al hermano
me empequeñezca.
Al contrario, cada historia que narro, cada mérito que exalto,
es un acto de gratitud a la vida,
y una siembra de justicia en terreno árido.
Porque hay quienes nunca aplauden los aciertos,
pero están prestos a señalar los errores.
Callan ante el mérito, pero gritan ante la falla.
Y lo hacen sin haber tenido jamás
el valor ni la dignidad
de celebrar lo bueno antes de condenar lo imperfecto.
Por eso, reconozcamos.
Reconozcamos mientras hay aliento,
mientras la voz puede aún acariciar la honra del otro,
porque de nada sirve el elogio póstumo
si antes fuimos mezquinos.
Que el ejercicio de la palabra, sea también ejercicio de justicia.
Y que la conciencia no se nos duerma
en el cómodo sillón del egoísmo.
Reconocer al otro no es perder…
es ganar humanidad.
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